Salvando las distancias, podríamos encontrarnos ante un bildungsroman emocional, un texto donde dos personajes afrontan, a partir de un hecho disruptivo, una exploración interior que los deja en las puertas de una vida distinta, menos orientada en el dejarse llevar y más en sus deseos, menos en lo que la vida trae y más en lo que cada uno querría obtener de la vida.
Para hacerlo así es importante, y Gavalda lo cumple a rajatabla con cincel de estilista, la construcción de los personajes. Tanto Mathilde Salmon como Yann Carcarec son dos jóvenes, de veinticuatro y veintiséis años respectivamente, con profesiones plenamente coherentes con la sociedad contemporánea: Mathilde trabaja gracias a su cuñado en una empresa de diseño web y proyectos digitales, mientras que Yann pertenece al campo del diseño industrial y la arquitectura de objetos. Los dos tienen un origen situado en la clase media, ambos tienen una posición relativamente cómoda en unas vidas puestas casi en piloto automático, de lo que resulta sintomático el poder compartir un piso con alguien que posee una clase superior o más acomodada a la suya propia: Mathilde vive con dos amigas gemelas de buena familia y Yann en el piso de la abuela de su novia. No obstante, ambos personajes tienen una amargura, un descontento, unas ganas latentes de salir de esa vida en stand by.
Otro aspecto interesante de ambos personajes está en su estructura familiar. Los dos comparten una pérdida de la madre y una mala relación con el padre. Algo se ha roto durante el proceso en que la figura materna ha debido afrontar una grave enfermedad y, por unas cosas u otras, la figura paterna no ha sabido o querido o podido estar a la altura de lo que de él se esperaba. La distancia respecto al padre es evidente y parece difícil que se pueda revertir. Pero es también esa referencia respecto a él, a partir de ese buscar una vida vivida en otras coordenadas distintas a las suyas, lo que lo hace tan importante. No tanto por lo que ha hecho, sino por lo que sus actos han provocado en sus hijos: un dolor y una amargura con la que conviven, y que ha significado sus vidas en cuanto al sistema de valores conque observan lo que les rodea y actúan en consecuencia. La figura del padre funciona como un motor latente de cambio.
Con estos mimbres, otro tercer elemento indispensable es ese momento disruptivo que les sirve, a Mathilde y a Yann, para tomar impulso y decidirse a dar el paso para buscar otras cosas en su vida. Y estos son los momentos mejor llevados del libro. Cuando el buen hacer de Anna Gavalda roza lo mágico a través de ese manejo del ritmo narrativo tan peculiar y al que nos tiene acostumbrados como una sólida constante de su obra. Nuevamente, ambos momentos disruptivos nos resultan cotidianos, asimilables y comprensibles.
Mathilde pierde el bolso donde tenía el dinero para pagar las reformas de su piso (10.000 euros) y, en el proceso de desesperada búsqueda de su bolso, conoce a un misterioso chico cuyo reencuentro la llevará a hacer algo hasta entonces impensable para ella: mover tierra, mar y aire para intentar volver a estar con él. Yann se ha quedado solo en el piso donde vive con su pareja Mélanie, una oportunidad para hacer otras cosas que normalmente no hace o no ha hecho hasta entonces: como entablar relación con sus vecinos del cuarto; cuyo ejemplo, y conversación nocturna, pondrán en jaque su concepción misma de la vida buena.
Gavalda apuesta por un mensaje humanista, vitalista y optimista, pero también es lo suficientemente honesta como para rehuir a las recetas mágicas (pues no existen). En "Una vida mejor" (Seix Barral, 2016) se insiste en lo importante que es que cada uno persigamos nuestros sueños, busquemos aquello que nos hace felices o nos convierte en las personas que queremos ser, sin cesar jamás en el empeño por conseguirlo. También se nos advierte de la ausencia de garantías. Nada nos asegura que esa persecución acabe en éxito o que este dure para siempre. El éxito, como la felicidad, son estados homeostáticos cambiantes y, muchas veces, hasta efímeros. Pero también tiene claro la mano autoral que, peor que no conseguirlo o que perderlo, es no haberlo intentado. He aquí la diferencia entre una vida vivida con plenitud y momentos felices, o una vida vivida con una amargura e infelicidad persistente y pertinaz.
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