Cuánto daño hace la nostalgia ochentera por culpa de «Stranger Things» (Netflix: 2016-); y “cuán gritan esos malditos” estoy tentado de decir bien alto muchas veces a tenor del hype que esta serie (y similares) provocan en la redes sociales. Lo cierto, sin embargo, es que la serie de Netflix no deja de apelar a un segmento muy marcado de sus suscriptores, aquellos que crecieron (crecimos) en la década de los años ochenta y disfrutaron (disfrutamos) de películas como «Los Goonies» (Richard Donner, 1985), «El Club de los Cinco» (John Hughes, 1985), «Los Cazafantasmas» (Ivan Reitman, 1984)… entre otras muchas películas. Y lo cierto es que el revival ochentero ya llegó antes: cómo no mencionar el efecto evocador de aquella década (de hecho, finales de la anterior) en «Súper 8» (J.J. Abrams, 2011). Desde luego, los veinteañeros actuales ven «Stranger Things» con otros ojos, sin la carga testimonial que los que ya estamos en la cuarentena añadimos a la serie, y les gustará, pero probablemente no les llegará tanto como a nosotros (bueno, a los otros nostálgicos: no pasé de la primera temporada y tampoco me pareció una serie que fuera para TANTO). Pero lo ochentero se ha puesto de moda y “volver” a aquella década se ha convertido en un ejercicio de recreación casi “histórica” en películas y series de televisión. Quizá por ello una película como «Verano del 84» (François Simard, Anouk Whissell y Yoann-Karl Whissell, 2018) pueda llegar a las salas de cine y despertar una cierta curiosidad, levantar alguna suspicacia y sorprender cuando te pensabas que la cosa iba por caminos muy trillados.*
«Verano del 84» empieza y transcurre siguiendo los patrones más “académicos” del cine ochentero de toda la vida. La trama sucede en una urbanización de una ciudad de Oregón, Cape May, durante los dichosos meses de estío en los que no hay nada que hacer: Davey Amstrong (Graham Verchere) es un muchacho que reparte el periódico con su bicicleta (como TANTAS veces hemos visto en la pequeña y gran pantalla) y es un aficionado (quizá algo más) a las teorías conspiranoicas. Por ello, justo cuando la ciudad está siendo pasto de la acción de un asesino en serie de adolescentes, Davey empieza a sospechar de su vecino, el agente de policía Wayne Mackie (Rich Sommer), que vive solo, se dedica a sospechosos ejercicios de jardinería y parece esconder una naturaleza sórdida. Según Davey, claro está. No obstante, el muchacho “contagiará” sus sospechas, con mayor o menor éxito, a sus compañeros de pandilla: el deslenguado y macarra Tommy “Eats” Easton (Judah Lewis), el más cerebral Curtis Farraday (Cory Gruter-Andrew) y el bonachón y gordete Dale “Woody” Woodworth; incluso acabará por engatusar a su amor platónico, la vecina Niki Kaszuba (Tierra Skovbye), de la que Davey se ha enamorado. Ellos empezarán por seguirle la corriente a Davey y pronto se verán metidos de lleno en la búsqueda de pistas (y pruebas) que demuestren, a pesar de la incredulidad de todo el mundo, que Mackie es el asesino de Cape May.
Las pesquisas de Davey se mezclan con temas también muy socorridos en el cine ochentero: el despertar del primer amor (y la picazón de las hormonas), que en esta ocasión se nutren de una desacomplejada y desvergonzada habla coloquial sobre el sexo; el divorcio de los padres como un trauma que arrastrar, los malos rollos en casa o incluso la ausencia de un progenitor (de un modo u otro, los amigos de Davey deben lidiar con una de estas circunstancias); la pandilla como esa otra familia con la que puedes contar y que nunca te fallará (hasta que lo hace, claro); los cachivaches tecnológicos estilo walkie-talkie, que dan mucho juego y hoy en día nos parecen antediluvianos. Vamos, lo que hemos visto hasta la saciedad en esas películas de sobremesa de fin de semana que hace tiempo dejaron de emitirse por televisión… y lo que nos sigue atrapando.
El rollo de la pandilla “a lo Goonie” es una de las señas de identidad de esta cinta y remite, de manera machacona, a los grandes referentes del cine ochentero. Todo funciona más o menos según los mismos parámetros. Y aunque también subyace en la trama alguna referencia más que evidente a «No matarás… al vecino» (Joe Dante, 1989), en este caso falta el elemento de comedia negra que esta última película desbordaba. Con todo ello, y a pesar de lo manido de todo lo que se te presenta (un claro homenaje a aquel tipo de películas, ambientes y situaciones), «Verano del 84» funciona porque la trama fluye con una cierta naturalidad. Impostada, se podrá decir, incluso artificiosa, se le echará en cara; pero funciona. Que el resultado nos parezca una eterna reposición de los grandes hits de este canon cinematográfico (y de la cultura popular) quizá sea lo de menos si uno se deja llevar por todo el entramado. Que los personajes estén más perfilados sobre el papel que interpretados con gracia y hasta una cierta emotividad, también forma parte del pack.
Todo quedaría en eso si en el tramo final del filme la cosa no cambiara totalmente (y hasta ahí puedo leer…) y no nos quedáramos con una sensación mucho más incómoda de lo que a priori podíamos esperar cuando (más o menos informados) acudimos a una sala de cine. Quizá para entonces la nostalgia se nos haya estomagado un poco (por “méritos” estrictamente achacables a este producto) y la sucesión de tópicos acabe por pasar factura. El resultado final es desconcertante, como en cierto modo lo ha sido durante todo el filme, pero esta vez “para bien”. ¿O quizá no? Lo dejo a criterio del espectador. Entre sus inesperados alicientes está que los prácticamente desconocidos actores que pululan por el filme –con la excepción de Rich Sommer, a quien recordaremos como uno de los personajes secundarios de «Mad Men» (AMC: 2007-2015) y de periódica aparición en «Elementary» (CBS: 2012-2019)– ayudan a que sus personajes tengan una cierta credibilidad… en cuanto a lo de aceptar pulpo, claro está.
«Verano del 84» será esa película que disfrutarás si eres fan irredento de «Stranger Things» y te abonas a la nostalgia ochentera incondicionalmente. Si esa nostalgia te impregna hasta cierto punto, puede que le veas algunas virtudes. Si por el contrario la acabas viendo con el piloto automático, es probable que eches una cabezadita… y que también te pierdas el ¿demencial? tramo postrero. Lo que está claro es que, te tomes el final como quieras hacerlo, esta película juega con las expectativas (y las tragaderas) del espectador que recuerda con mayor o menor detalle aquella década tan fructífera para la cultura popular de toda una generación: picas el anzuelo y puede que incluso con gusto.
*En el pase de prensa barcelonés al que acudí un par de espectadores salieron cuando “parecía” que el filme llegaba a su final de la forma más o menos previsible que podíamos intuir… con lo que se perdieron el giro dramático que justo se producía en los últimos minutos de metraje.